Sophia - Despliega el Alma

POR Adriana Amado - Columnistas

5 abril, 2016

En la publicidad como en la vida

La publicidad nos vende -acá y en todo el mundo- mucho más que sus productos como espejitos de colores. Dependiendo del gusto de los consumidores, hay promesas de todo tipo. ¿Y si mejor decidimos qué es lo que no vamos a comprarle?


Cuando viajo, me gusta ver avisos publicitarios, esas películas mínimas que presentan como extraordinarios actos básicos como comer una galleta o limpiar el baño. Hábitos íntimos como comer o lavarse los dientes, que nos parecen universales, no se hacen en todos lados de la misma manera. Ni a todos los consumidores entusiasman las mismas promesas, como muestra la comparación de dos países en apariencia cercanos.

En la Argentina, por ejemplo, insisten en vender champú desde unas sustancias mágicas que convierten el cabello en una cascada sedosa, y a su portadora, en una mujer irresistible. En España parece que ya descubrieron que el champú no proporciona milagros. Apenas si aporta algunas vitaminas para fortalecer el cabello y evitar su caída, aspecto que interesa también a los hombres y justifica la inclusión de unos chicos agitando su cabellera con igual energía que las chicas. Evidentemente, la crisis económica no se delata en el exceso de descuento o pagos en cuotas, como en la Argentina, sino en el estrés que en los últimos tiempos hizo estragos en las cabelleras.

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Disfrutar o parecer

En una cultura como la española, donde un almuerzo liviano es un sándwich de tortilla de veinte centímetros con una cerveza, es obvio que no serían demasiado atractivos los mensajes de bajas calorías. Los yogures en España no son para adelgazar, como nos encanta escuchar en la Argentina. Menos, para reemplazar una comida porque son un postre, y como tal, cremoso y delicioso. Incluso los cereales saludables vienen con chispas de chocolate o con crocantes apetitosos. Vender comida con la promesa de no engordar es una contradicción que solo la obsesión argentina por la delgadez puede aceptar. La publicidad confirma que los españoles comen más rico y con menos culpas. Y ni siquiera están más gordos.

El gusto por la buena vida se expresa también en cantidad de avisos de programitas para el celular que facilitan cuestiones como viajar al mejor precio, comprar y vender cosas viejas, manejar las finanzas personales, reservar turnos con la peluquera. También permiten comprar ropa o zapatos sin más riesgo, dicen, que devolver sin cargo y por el mismo correo lo que no guste. Y por supuesto, pedir comida y elegir el menú con los amigos, personalizar el pedido para cada miembro de la familia, anticipar el pedido del sándwich en el restaurante, no para apurar el almuerzo sino para acortar la fila. Si en la Argentina todo se trata de verse bien, en España parece que se trata de pasarlo mejor.

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Modelos publicitarios

En las publicidades siempre habrá modelos jóvenes y hermosas. Pero la diferencia está en la proporción en la que conviven con otros personajes publicitarios desusados para las pantallas argentinas. Unas mujeres con ropas típicas del altiplano muestran sus dotes en la lucha libre para disputar la última feta de jamón cocido. Un joven se desdobla en una docena de roles que incluyen preparar la cena, acunar al niño y atender sus negocios, para contar que alguien tan ocupado debería tener un seguro. Unas doñas sin maquillaje se filman con el palito selfie probando un limpiador en un baño que podría ser el de cualquiera. Un padre de familia numerosa pasa el lampazo para ver si consigue expandir con aromas de limpieza un departamento un tanto estrecho.

Otra publicidad cuenta que “para volver a disfrutar el arroz de tu madre, no tienes que ser tu madre”  con unos grandulones que revuelven amorosamente el guiso con el delantal puesto y se olvidan de sacarse el rulero cuando se sientan a la mesa. Hay una industria de croquetas, sopas, arroces y natillas que llaman “artesanas” y desempaquetan tanto hombres como mujeres. Los caballeros cuidan a los nietos, preparan la merienda o aconsejan un quitamanchas mostrando como prueba la blancura de los manteles de su restaurante. El nivel de liberación femenina lo da que a los lavavajillas se les prodigan unos cuidados que no reciben las argentinas lavaplatos, con detergentes que lubrican los conductos, humectan los componentes y destapan las cañerías para que no se constipen.

Quizá la mejor noticia que da la publicidad española es que hay vida más allá de los cuarenta. Maduros venden café instantáneo con vitaminas, suplementos dietarios, leche cultivada con ginseng promocionada por la vitalidad de Ana Belén, toallas para la incontinencia y seguros de retiro vendidos con la misma ilusión. Claro que mientras que en la Argentina, los jubilados no son sujeto de consumo, en España se han convertido en el apoyo económico del hogar en una crisis que castiga más a los más jóvenes.

El mercado no es una institución benefactora en ninguna parte. En todas las sociedades quiere vender sus productos y sabe cómo tocar las fibras más íntimas para conseguirlo. No usarían algo intolerable para sus consumidores porque generarían el efecto contrario al buscado. Las publicidades son más igualitarias porque la sociedad lo es, y no a la inversa. Es la sociedad la que pone los límites a lo publicitariamente correcto evitando comprar lo que nos insulta, o simplemente ignorándolo. El mundo de la publicidad siempre es ideal, solo que ese ideal depende más de nosotros de lo que suponemos.

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