
14 septiembre, 2014
El pujo
Los nueve meses de gestación tienen buena prensa, así como la lactancia materna. Todos nos maravillamos ante el milagro que ocurre dentro de las panzas de las mujeres durante ese tiempo que va desde la concepción hasta el día del nacimiento. A la vez, conmueve la escena de una madre amamantando o dando la mamadera a su hijo; una suerte de continuidad de ese amor que cobijó al crío desde su inicio.
El olvidado de la escena, sin embargo, es el pujo. Y eso a pesar de que, sin pujos, la humanidad se habría extinguido hace milenios.
No lo viví en carne propia ni lo viviré jamás –por eso de que soy varón–, pero dicen que pujar duele. Hay relatos de dolores fuertes, otros que dicen que no siempre es así, pero desde afuera se ve que cuesta, que no es fácil, que eso de empujar hacia la vida al aire libre a un chiquito que estaba allí dentro, flotando, es una tarea titánica que implica esfuerzo y una buena dosis de coraje.
Ya era hora de rendirle homenaje al pujo. A ese amor que no contiene, sino que, por el contrario, empuja hacia “afuera”, abre juego, confía en el devenir. Pujar es parte del amor, tanto como lo es contener, comprender, nutrir, empatizar, proteger… El pujo es un acto de fe en la vida, en la madre, en el hijo y en el vínculo que tienen, que va dejando de ser simbiosis física para empezar el camino de la personalización. El amor pasa así a otra forma en la que del “uno” del cuerpo unido se pasa al “tres” en un solo movimiento, ya que en el parto surge la madre, el hijo y, también, el espacio entre ambos. Este es imprescindible y convoca al amor que ayuda a crecer, sin pegoteo ni control absoluto sobre el otro.
Hay diferentes pujos que se dan en la vida para que los hijos crezcan, tanto como sus madres y padres. Porque debemos reconocer que a veces los padres varones atisbamos lo que es pujar cuando debemos largar a nuestros hijos a la vida, sin estar allí físicamente para solucionarles los problemas. Es un momento duro, en cualquiera de las escenografías en las que se vea el corazón de lo que pujar representa. ¿Respirará? ¿Podrá bancarse las leyes del mundo? ¿Habré hecho bien mi trabajo o será fallido su ingreso a la vida? Tantas preguntas a las que nos lanzamos al ver que llega la hora de pujar, de soltar, de suplantar la cercanía física por la intimidad amorosa en un plano, si se quiere, más simbólico y confiado. Me refiero a la confianza en lo que de nuestra fuerza y capacidad se trasladó al cuerpo y al alma de ese hijo que, insisto, estaba hasta hace poco “flotando”, protegido de todo mal.
Por todo esto, cuando se dice que el amor cobija, contiene, comprende, y todas esas cosas tiernas y amorosas que conocemos, pienso también en alguna madre transpirando, gritando ese soltar que le duele, pero que es gozosamente inexorable. También imagino al chiquito atravesando un túnel raro, apretado, descubriendo la primera ley (la de la gravedad), sintiendo nuevas temperaturas y descubriendo la respiración.
Todo eso pienso, y me digo que el amor es vida, y si para la vida hay que pujar, pues se puja, y si hay que contener, pues se contiene. Nada de automatismos, sino de eficacias. Porque nadie duda de que el pujo es eficaz y noble cuando, gracias a él, la vida se abre y el amor se proyecta a una nueva dimensión.
ETIQUETAS parto
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