
22 junio, 2017
El poder de la luz
Un llamado a integrar nuestras profundas raíces espirituales para comprender que, la lucha en la que estamos inmersos a nivel mundial, es ante todo una batalla espiritual que no necesita armamento sino mucha sabiduría. ¿Y si dejamos que el alma nos guíe en la oscuridad?
La negación es un mecanismo de defensa, y debo haber estado muy asustada muchos años para no reaccionar ante los miles de vidas inocentes segadas por la violencia de los fundamentalistas islámicos. A una virtual guerra de religiones que enfrenta a las dos ramas principales del islamismo –sunitas y chiitas–, apoyadas por distintos países de Medio Oriente, se suman la masacre de cristianos –en especial en Siria– y los atentados terroristas de grupos como Al Qaeda, Boko Haran e ISIS, que ponen bombas, decapitan, violan y matan, sembrando terror y dolor en el mundo, en el nombre de Alá.
Cuando en mayo último estalló la bomba en el estadio de Manchester, que mató a tantos niños y adolescentes, volví a sentirme desconcertada y aturdida como en 2001, con el atentado contra las Torres Gemelas. Seguía sin entender qué mueve a estos jóvenes a matar y morir. Pero esta vez, por esas “casualidades”, justo unos días antes me habían regalado un libro sobre la yihad y me zambullí en su lectura. Esto fue el disparador que me obligó a profundizar en la civilización islámica –antes de analizar el fundamentalismo– desde una visión histórica, política, geográfica, teológica y hasta psicológica.
Tomé conciencia de la enorme dimensión –además de la influencia– que tiene el Islam en la historia de la humanidad. El imperio fundado por Mahoma en el siglo VII duró catorce siglos y extendió su religión, cultura y cosmovisión a gran parte del planeta. Hoy 1600 millones de personas en 49 países se declaran musulmanes. El apogeo fue en el siglo XVI con el Imperio otomano, cuando los musulmanes ocupaban el sudeste de Europa, el norte de África, Asia Central, la India, China y el sudeste asiático. Durante los siglos XVIII y XIX gran parte de estos territorios fueron ocupados por potencias colonialistas occidentales, y el Imperio otomano se fue desmembrando y reduciendo. Mientras tanto, sus poblaciones musulmanas, aunque sometidas a los poderes políticos de los “infieles”, mantuvieron su religión. El último bastión de este imperio cayó al final de la Primera Guerra Mundial, cuando los aliados ocuparon su capital, Constantinopla, y se repartieron sus territorios. En 1924 el califato recibió la estocada final cuando el gobierno local separó el poder político de la fe religiosa y estableció la República de Turquía, un Estado moderno, democrático y laico, según modelo occidental.
Este hecho, junto con la humillación por la derrota frente a Occidente, indigna a muchos musulmanes que consideran una blasfemia la división entre el Estado y la ley divina del Corán. Durante los siguientes noventa años, luego de alcanzar la independencia política, algunas minorías extremistas en la región han intentado reinstalar el califato, es decir, volver a un Estado teocrático cuya ley suprema es el Corán –Irán y Arabia Saudita son teocracias hoy–, y como parte de esta lucha han declarado la yihad, la guerra santa en su interpretación menos espiritual y más literal: matar a los infieles.
Con el atentado del 11/9, el líder de Al Qaeda, Bin Laden, extendió esa guerra santa a nivel universal –ya no solo limitada a eliminar infieles de los países musulmanes– y potenció su mensaje global a través de Internet. En 2014, el grupo terrorista ISIS dio otro paso clave. Luego de ocupar tierras en Irak y Siria, las unificó y declaró la instauración del califato universal. Además, reforzó el llamado a la yihad con un mensaje tan teológico como escatológico: el anuncio del “fin de los tiempos” (también mencionado en el Apocalipsis cristiano), es decir, la batalla decisiva entre Alá y los infieles del mundo. Emigrar o matar es la opción que ISIS ofrece a los jóvenes residentes en países occidentales, quienes encontrarían así un sentido a sus vidas: nada menos que luchar por el reino de Dios.
La oscuridad de Occidente
Creo que ahora entendí un poco más. Entre las muchas motivaciones que puedan inspirar a los jóvenes a cometer actos terroristas, a nivel psicológico, el sentimiento de humillación e impotencia frente a la derrota del milenario califato islámico debe ser importante, porque refuta su creencia más profunda: que la soberanía de Dios prevalece sobre la soberanía de los pueblos y sus leyes, base de las democracias modernas. Pero además comprendí que, en la conciencia colectiva, simbólicamente hay algo más que nos podría estar mostrando este fundamentalismo –con su violento rechazo a la división entre Estado y religión– a nosotros, habitantes de un Occidente racionalista, materialista y cada vez más ateo que ha declarado que “Dios ha muerto” porque ya no lo necesita.
Y es que en este ancestral duelo filosófico entre la fe y la razón –si se quiere, encarnados por Oriente y Occidente, por el islam y el cristianismo como polos opuestos–, la violencia terrorista podría estar reflejando el sinsentido del debate ya que el anhelo de lo sagrado en un ser humano no puede ser eliminado por una ley ni sustituido por la razón. La pérdida del alma –y su ansia de espiritualidad– que se observa en el Occidente moderno podría estar siendo “compensada” por el fundamentalismo religioso de Oriente.
El error reside en confundir espiritualidad con religión institucional. El cristianismo medieval también luchó contra los “infieles” en las cruzadas y tuvo además dos siglos de guerras de religión intestinas en Europa, luego de lo cual Occidente inició un largo proceso de secularización, hasta la declaración del laicismo del Estado. Pero al eliminar todo vestigio de espiritualidad en la cultura, la modernidad tiró al bebe junto con el agua sucia de la palangana, como se dice. Bernardo Nante sostiene en nuestro dossier que “el creer es constitutivo del ser humano y hacemos mal en negarlo y pretender que manejamos todo desde la razón y desde los sentidos” porque, como decían los antiguos, “llamados o no llamados, los dioses se van a presentar”.
El regreso del alma
El problema es más complejo aún porque la civilización occidental, dominada por la razón, al anular el alma, perdió la capacidad de simbolizar. No puede entender el fundamentalismo religioso porque niega –a pesar de Freud y Jung– esa dimensión irracional e intuitiva del ser humano, la única herramienta que le permitiría abordarlo. Por eso, hasta que Occidente no recupere el alma e integre sus profundas raíces espirituales (de origen judeocristiano, lo que no implica adherir a estas religiones), seguirá sin darse cuenta de que la lucha en la que estamos inmersos es una batalla espiritual, y no material, por otra cosmovisión del ser humano.
Estamos ante el fin de una era racionalista y el comienzo de un nuevo tiempo en el que la humanidad, en especial las mujeres, reivindican su alma además de la razón. La integración de esos opuestos es una gnosis, una iluminación, como lo anuncia el Apocalipsis con la segunda venida de Cristo, esta vez como la Luz del mundo. Somos muchos los que creemos que el alma puede guiarnos en medio de la oscuridad y que Dios no necesita soldados sino sabios, como los que también tuvo el islam.
A los incrédulos, a los racionalistas, y también a los amantes de los símbolos, los invito a conocer el parque temático Via Christi, en Junín de los Andes. En la última estación en la cima del cerro, inaugurada el Domingo de Pascua, puede verse la imponente escultura Cristo Luz, un gigante de hierro y vidrio que, surgiendo de la tierra, se alza para combatir las tinieblas, que siempre son interiores. A pesar de la oscuridad, el alma se sigue manifestando.
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