
21 diciembre, 2017
El Nuevo Cristo
Días atrás, la pintura Salvador Mundi de Leonardo da Vinci fue vendida en una subasta de Christie’s en 450 millones de dólares, el valor más alto de la historia. ¿Qué tiene para decirnos ese hecho acerca de la necesidad de encontrar símbolos espirituales?
Hace años que tengo un abono en el Teatro Colón para un ciclo de conciertos. Llego sin saber qué voy a escuchar y me dejo sorprender. Ese fue el caso de la última función, hace pocas semanas: Il Diluvio Universale, de Michelangelo Falvetti, estrenada en 1682 en la catedral de Mesina, en Sicilia, luego olvidada, redescubierta en 2001, y reestrenada recién en 2011 por un argentino, Leonardo García Alarcón. Mi primera sorpresa fue que el director dedicó la función a las víctimas de la última inundación en La Plata, de la que es oriundo.
Es una obra dramático-musical escrita a fines del siglo XVII en el ámbito de la Contrarreforma y basada en el episodio bíblico de Noé y el arca que lo salva del Diluvio. Según explica el programa, obras de este tipo, inspiradas en textos religiosos populares, se representaban en un ámbito profano y eran auspiciadas por la Iglesia católica para llamar a los fieles a la conversión.
Al son de una música sublime propia del Barroco y acompañados por un magnífico coro, los siete solistas encarnan a los personajes centrales del drama: la Justicia Divina, que reclama el castigo para los corruptos; Noé y su esposa Rad, que imploran piedad; Dios, que se manifiesta implacable con todos menos con ellos; el Agua, que avanzará engullendo a la humanidad representada por el coro; la Naturaleza Humana, que en vano pedirá clemencia admitiendo su debilidad, y la Muerte, quien, con su máscara lívida, una larga capa negra y guadaña en mano, deambulará amenazante por el escenario celebrando por anticipado su victoria y la extinción definitiva del género humano. En el último acto, Dios firmará un nuevo pacto con Noé y su descendencia, alianza que será inquebrantable y tendrá por signo el arco iris en las nubes.
Pensé en esos sicilianos del siglo XVII que podrían haber asistido a una representación como esta y haber sentido esa opresión ante un Dios todopoderoso e implacable, capaz de desencadenar catástrofes naturales y castigar a los hombres con el fuego eterno si rompían el pacto con él, pero a la vez, protector y fiel con aquellos que lo cumplen. Además de por la música y el coro, yo estaba fascinada por el texto y el despliegue teatral de los personajes que interpretaban esa perpetua lucha entre la vida y la muerte, el bien y el mal, esa confrontación de fuerzas sobrehumanas que con distintas imágenes ha inspirado a religiosos, poetas y artistas desde la Antigüedad. Imágenes que fueron desapareciendo con la Modernidad, cuando el racionalismo científico, y en especial la Reforma protestante, nos llevaron paulatinamente “a la terrible pobreza de símbolos que hoy predomina”, como sostuvo alarmado Carl G. Jung.
“Nunca le faltaron a la humanidad imágenes poderosas que le dieran protección contra la vida inquietante de las honduras del alma. Siempre fueron expresadas las figuras de lo inconsciente mediante imágenes protectoras y benéficas que permitían expulsar el drama anímico hacia el espacio cósmico, extraanímico. La iconoclasia de la Reforma produjo literalmente una brecha en el muro de protección de las imágenes sagradas, que desde entonces fueron desintegrándose una tras otra. Resultaban molestas porque chocaban con la razón que despertaba”.1
La figura más icónica del mundo
Por eso, Il Diluvio Universale, con su final feliz de un Dios protector sellando un pacto eterno con Noé y todas las criaturas vivientes, estuvo repicando en mi cabeza varios días. ¿Realmente habían perdido valor los símbolos de lo sagrado o solo están ocultos en la cultura? ¿Es verdad que el hombre moderno y “racional”, con su extraordinario desarrollo tecnológico, ya no necesita la protección de imágenes benéficas y por eso han desaparecido?
La respuesta me llegó unos días más tarde con un hecho sincrónico y excepcional: una pintura de Leonardo da Vinci, Salvator Mundi (circa 1500), la imagen de Jesucristo como salvador del mundo, se vendió en una subasta de Christie’s en Nueva York en 450 millones de dólares, el valor más alto de la historia y más del doble del récord anterior, un cuadro de Picasso, que alcanzó los 179 millones.
“Es una pintura de la figura más icónica del mundo por el artista más importante de todos los tiempos”, coincidieron los críticos, algo que parece cierto al mirar el video que Christie’s subió a YouTube para promover la subasta (The last Da Vinci: the world is watching). Allí se ven las caras conmovidas de algunos visitantes entre las multitudes que contemplaron el cuadro, en un silencio religioso, durante las recientes exposiciones en Hong Kong, San Francisco, Londres y Nueva York.
Salvator Mundi, una imagen bellísima y pacífica de un Cristo casi andrógino, de sonrisa misteriosa con reminiscencias de la Mona Lisa, pelo largo y ondulado, bendice con su mano derecha mientras en la izquierda sostiene el orbe, una enigmática esfera de cristal, símbolo de su dominio sobre el mundo. Enigmática porque contradice las leyes físicas de la óptica, disciplina que Leonardo conocía muy bien. Una lente de ese tipo, por el fenómeno de la refracción de la luz, debiera reducir e invertir la imagen que deja traslucir, mientras que en este caso los pliegues de la túnica se reflejan tal como son. Sin duda Da Vinci quiso mostrar la cualidad milagrosa del Salvador y su poder sobrenatural sobre la materia y el orbe: a la luz de la verdad de Cristo, la realidad ya no aparece distorsionada y el mundo adquiere un nuevo orden.
Una nueva consciencia
Me quedé pensando si esas multitudes –a las que se sumaron millones por Internet– y ese precio exorbitante pagado por una imagen de Cristo cuestionaban de alguna manera la “pobreza de símbolos” que tanto preocupaba a Jung y si esto podía ser señal de algo nuevo. Ciertamente el redescubrimiento de esta obra, varias veces perdida y certificada como auténtica recién en 2011, constituye una novedad y un hecho histórico indiscutible. Pero también podríamos estar ante un signo del renacimiento del mayor símbolo cristiano, la figura icónica de Cristo como liberador. Esto coincidiría con la visión de Jung sobre Cristo, a quien considera “el mito todavía viviente de nuestra cultura. Es nuestro héroe cultural, que, sin perjuicio de su existencia histórica, encarna el mito del hombre divino primordial, el Adán místico”.2
Ese Mesías universal tan esperado que vendría al fin de los tiempos parece estar manifestándose, reinterpretado como un Cristo interior, un espíritu en cada uno de nosotros. Y esta vez, más que una proyección inconsciente e irracional, parece ser una elección fruto de la evolución de la consciencia, ahora más amplia, capaz de integrar los opuestos: razón e intuición, materia y espíritu, masculino y femenino. El hombre moderno finalmente recupera el alma para ir en busca de un sentido más trascendente de su vida con una nueva cosmovisión: nace un Nuevo Cristo.
“Entonces aparecerá en el cielo la señal del Hijo del hombre; y entonces se golpearán el pecho todas las razas de la tierra y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con gran poder y gloria” (Mateo 24, 30).
Estamos ante una nueva imagen del Dios cristiano, protector y bondadoso que cumple con su pacto y salva al mundo, una y otra vez, desde el Diluvio hasta hoy… Y que más allá de los dogmas y de las religiones institucionales, se manifiesta en el alma de millones de personas que siguen viendo en Cristo a un héroe cultural que nos libera del error y del mal. Porque nos inspira a crear entre todos un mundo mejor; a respetar a todas las criaturas vivientes y a la naturaleza, para vivir de una forma más humana, más pacífica, más fraterna. La paz mesiánica está cerca.
1. Carl G. Jung, Arquetipos e inconsciente colectivo, Buenos Aires, Paidós, 2014.
2. Carl G. Jung, Aion. Contribución a los simbolismos del sí mismo, Buenos Aires, Paidós, 2008.
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