
25 abril, 2022
El arte de la confianza a la hora de acompañar a los hijos adolescentes
La adolescencia es una etapa vital (y muchas veces difícil) que atraviesa todo ser humano en su pasaje de la infancia hacia la adultez. ¿Cómo estar disponibles para nuestras hijas e hijos en tiempos tan complejos?
La adolescencia es una transición clave en la vida de todo ser humano.
Confiar en los propios hijos no siempre es fácil. Sobre todo si tenemos en cuenta que, muchas veces, no nos resulta tampoco fácil confiar en nosotros mismos. Se trata de confiar en las diversas dimensiones y áreas que la vida tiene, ya que no siempre confiamos en nuestras capacidades, en nuestras emociones o en nuestra disponibilidad para asumir compromisos a largo plazo, por ejemplo. Podemos confiar en que jugamos bien algún deporte, pero no confiamos en nuestra solvencia para hacer cuentas o para hablar en público… Y así los ejemplos pueden ir hasta el infinito.
Por eso es que podemos vincular la confianza en nuestros hijos, en sus capacidades, potenciales, bondades y demás, con la confianza que hemos forjado en nuestra propia forma de ser y estar en el mundo como adultos que somos.
Cuando llega la adolescencia, esa edad en la que los hijos irrumpen con un nuevo mundo de relación, muchos padres se ponen a la defensiva y sufren al percibir que sus críos van armando un universo que se aleja de la percepción transparente que antes existía, la que permitía saber en qué andaban, qué les pasaba, qué hacían…
Los noticieros y diarios traen (ya desde hace décadas) noticias preocupantes acerca de todo lo que pasa más allá de las fronteras de la percepción parental. Es un clásico (que ya existía en tiempos en los que padres y abuelos eran “teenagers”) el temor al descontrol de la bebida, las drogas, el sexo y todos los peligros que existen fuera de las fronteras controlables.
Posiblemente, los motivos para la preocupación sean mayores que antaño ya que, en efecto, las estadísticas acerca del abuso de alcohol o de diversas sustancias han crecido y a la —de por sí compleja— situación del universo nocturno de las salidas adolescentes, se le suma un mayor deterioro de los modelos de referencia educativos y éticos.
Sumemos a lo antedicho lo que suele decirse en estos casos: “Uno cree que a nuestro hijo o a nuestra hija no le va a pasar nada», «Son un pan de Dios», «Esa persona que sigue siendo poco más que un chiquito o chiquita no puede asociarse a todo el desbande que hay en la movida nocturna», «Nunca pensé que podría ser así, pero al final, fue”. Esos testimonios, que refieren a la ruptura de la ilusión angélica respecto de los propios hijos, dan miedo y favorecen a que se mire a los chicos como si fueran extraños.
«Muchos padres se ponen a la defensiva y sufren al percibir que sus críos van armando un universo que se aleja de la percepción transparente que antes existía, la que permitía saber en qué andaban, qué les pasaba, qué hacían…».
Es así que muchos padres pasan de pertenecer al club de los confiados a alistarse, de manera militante, en el club de los desconfiados. En términos psicológicos ese fenómeno es sumamente negativo. Desconfianza mediante, los hijos adolescentes pasan de ser ángeles a ser potenciales demonios en un santiamén y eso empeora todo.
Desconfiar y controlarlos muchas veces hace que se quieran alejar.
Postulamos que se trata de confiar mejor, no de desconfiar. Confiar no solamente en los chicos sino, sobre todo, en la capacidad que los padres tienen de percibir la realidad de la situación, sin angelar ni demonizar nada: mirando a sus hijos tal cual son y tal cual están.
El efecto psicológico que tiene la desconfianza parental crónica sobre un hijo adolescente es sumamente contraproducente. En general, es vivido por parte de hijos e hijas con algún desconcierto doloroso y, eventualmente, como un agravio. Oler a los chicos para ver si han bebido o fumado, como ejemplo grosero (pero que ocurre) de lo que significa desconfiar de ellos es, por lo menos, humillante, y genera conductas absolutamente opuestas a las que se manifiesta desear.
Aprender a confiar
La desconfianza pretende sustituir a la confianza por sistemas de control o su cruel contracara: el abandono claudicante del que no hace ni dice nada porque “hoy los jóvenes son así”.
Cuando digo confiar mejor, me refiero a confiar en la intuición parental, a la que hay que ayudar abriendo los ojos y el corazón para saber en qué anda emocionalmente el propio hijo o hija, conocerlo, entender cuáles son los recursos con los que cuenta para ese día salir (¡o no!) y sortear las tentaciones que los puedan inducir a “irse al pasto” de diversas formas.
Si es un tiempo de disputa familiar, si hay angustias, si hay tensiones o inseguridades que, tal vez, puedan derivar en que los chicos estén más débiles para atravesar las situaciones de ese “ritual de pasaje” que es la salida de los fines de semana, habrá que tener el dato en cuenta y abordar la cuestión desde ese plano anímico, no tanto desde el mero control o el simple abandono.
Evitar el mero control como forma de cuidar a los chicos no significa que no se deban poner horarios, marcar geografías, señalar valores a ser puestos en juego en el “terreno”, pero hacerlo desde la confianza en los chicos y en lo que se está haciendo como padres. Tampoco significa que se deba decir que sí a todo, abriendo la tranquera porque no queda otra y no porque se confía en que el chico o chica sale “en eje”. Recordemos aquella frase que decía que “no es lo mismo ser libre, que andar suelto”.
He mencionado muchas veces que cuando los adolescentes salen con la mirada de confianza de sus padres incorporada, lo hacen fortalecidos. Si salen con la mirada sospechante y angustiada de parte de quienes lo criaron, se van angustiados, aun sin darse cuenta de su estado de ánimo.
Con razón, se dirá que el escenario acá planteado es demasiado ideal, que no siempre hay resto como para charlarlo todo, o para tener una suerte de tomógrafo psicológico que permita ver el alma de los hijos cada fin de semana. Sin embargo, lo antedicho igual sirve como referencia, aunque su aplicación no sea viable a rajatabla.
«Confiar en la propia autoridad de padres, en la tarea realizada y por realizar, en la propia percepción e intuición para ver cómo está el chico o chica y en la potestad indelegable de decir que sí o que no, de acuerdo al propio criterio nutrido por la conciencia».
La tarea de los padres se lleva a cabo de manera despeinada, a los ponchazos, pero se hace. Y para eso sirve tener un eje de referencia que, como es el caso del tema que abordamos hoy, va por el lado de confiar, no de desconfiar. Confiar en la propia autoridad de padres, en la tarea realizada y por realizar, en la propia percepción e intuición para ver cómo está el chico o chica y en la potestad indelegable de decir que sí o que no, de acuerdo al propio criterio nutrido por la conciencia.
Confiar es siempre bueno, si bien hay que saber en qué confiamos. Por eso, con ojos y corazón abiertos y con las desprolijidades del caso, ganarle a la desconfianza es un acto de fe. Una fe no pavota, sino inteligente, esa que se logra desde la cercanía emotiva, sin que el miedo le gane el partido a la tarea de ayudar a los hijos a crecer.
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