Sophia - Despliega el Alma

POR Bernardo Nante - Columnistas

5 abril, 2019

El amor puede más que la justicia

Aprender a amar es la condición necesaria para que pueda cumplirse con el logro al que aspira toda justicia y toda ética: ser compasiva. Es hora de educarnos emocionalmente para abrazar una cultura de la afectividad.


 

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Ilustración: Maite Ortiz.

Sospecho que quien ama verdaderamente no puede ser injusto y, por ello, una sociedad y una vida justas requieren más una educación en el amor que una educación en la ley. Nada de esto es original pero nada de esto está vigente en la sociedad actual. El propio Aristóteles sostenía que “… cuando los hombres son amigos no necesitan de la justicia, en tanto que cuando son justos necesitan también de la amistad”.

Más extrema es la afirmación de San Agustín, quien, imbuido del amor cristiano, no dudaba en sostener que quien ama puede hacer lo que quiera (“ama y haz lo que quieras”), de lo cual se deduciría que del verdadero amor no podría surgir injusticia alguna.

Sé de la temeridad de estas líneas, porque el amor y la justicia son temas de los que trata toda la historia del pensamiento humano. Pero aunque pareciera que todo ya fue dicho y todo fue objetado al respecto, me limito a reflexionar acerca de cuáles son las condiciones interiores, si se quiere “psíquicas”, que tornan o ayudan al ser humano a ser “amoroso” o “amante” y, por ello, también “justo”.

Una destacada filósofa norteamericana, Martha Nussbaum, que mucho se ha ocupado del tema de la justicia y la ética, desconfía de una moral o una legalidad que pretenda subsumir la conducta moral bajo reglas abstractas y no atienda el contexto particular y el papel que juegan las emociones. En otras palabras, el amor o la compasión son fundamentales para que pueda cumplirse con el logro al que aspira toda justicia y toda ética, que es el bien común.

Un filósofo francés, Paul Ricoeur, ya sostenía que mientras que la justicia supone una economía de la escasez o limitación de bienes y se preocupa porque se respeten las equivalencias y la reciprocidad mediante la observación de la ley y la compensación de injusticias, el amor supone la sobreabundancia y la generosidad.

Todo por amor 

La justicia mide, calcula, sopesa, corrige, condena. Ella misma puede ser exacerbada y proponerse como un fin en sí mismo, más allá de si procura felicidad. Fiat iustitia pereat mundus, dice un proverbio latino: “Hágase la justicia aunque perezca el mundo”.

El amor, en cambio, afirma generosa e ilimitadamente y su mismo ejercicio procura felicidad.

Carl G. Jung –que no se ocupó detalladamente del tema de la justicia–, seguía en esto a Nietzsche, y no dudaba en sostener que en la justicia o, mejor dicho, en el ejercicio de la justicia hay algo –o mucho– de venganza y de resentimiento. Por supuesto, Jung pensaba en lo que concretamente ocurre en el ejercicio de la justicia y no en un ideal abstracto de justicia.

Cabe preguntarse: ¿No será acaso que ello ocurre cuando la justicia no es compasiva? Inversamente, es cierto que en la práctica –y como le preocupaba a Ricoeur– el amor puede confundirse con la desmesura, de allí que la justicia sea una garantía de cordura. Pero no quiero detenerme en la respuesta de Ricoeur que nos llevaría por otro camino. Me interesa preguntar: ¿por qué nos educamos –bien o mal– en la ley, en la justicia y no en el amor?

Claro, para ello es necesario distinguir la mera afectividad del amor (agape) propiamente dicho, tal como lo comprende el cristianismo, para limitarnos a una tradición. El amor es más que un afecto o una emoción, porque amar es “querer bien”, es querer que algo sea en su plenitud. Si amo a mi hijo, si lo amo verdaderamente, por cierto que siento un afecto por él, pero lo que demuestra mi amor es que mis acciones, mis actitudes, lo afirman en lo que es y en todo lo que puede llegar a ser.

Una demostración de que amo a alguien es que mi entrega desinteresada va a estar por encima de mis inclinaciones posesivas. No obstante, pareciera que para que el verdadero amor nazca necesito “educar”, “desarrollar”, crecer en el afecto, en la emoción.

El ser humano “civilizado” tal como lo conocemos reprime sus emociones, pero no las trabaja, no las purifica, no las hace crecer. Prueba de ello es que los adultos somos “educados” en ciertas situaciones, pero caprichosos, torpes e infantiles cuando las circunstancias apremian. El psicoanálisis lo sabe muy bien. Por otra parte, la psicopatología y la psicopedagogía contemporáneas nos enseñan que la mayoría de los problemas de aprendizaje y de adaptación a la sociedad o a las nuevas circunstancias de la vida dependen de una madurez afectiva.

Según la teoría psicológica de Carl G. Jung, por una parte la psique del varón manifiesta una tendencia compensatoria inconsciente que es femenina y que denominó anima e, inversamente, la psique de la mujer manifiesta una tendencia compensatoria masculina que denominó animus. Ahora bien, el anima se caracteriza por ser un patrón de comportamiento “erótico” o, si se quiere, “afectivo”, mientras que el animus es un patrón de comportamiento “racional”. En otras palabras, la psique consciente de los varones es más racional y, por ello, su inconsciente es más afectivo, y lo inverso es válido respecto de la mujer. Es evidente que este planteo es esquemático y que solo pretende mostrar una orientación muy general. Pero, desde este punto de vista, como nuestra cultura es predominantemente masculina, es pensable que se haya construido más sobre la razón (logos) y sobre la ley que sobre la afectividad.

Por cierto, quien escribe esto es un varón y por ello no pretendo legislar lo que debe hacer la mujer y mucho menos la sociedad como un todo. No obstante, me permito reflexionar sobre esta cuestión con la humildad del caso y teniendo a la vista esa afectividad quizá rudimentaria que compone mi propia vida psíquica.

¿Existe algún camino para trabajar la afectividad sin que ello implique un desmedro de la racionalidad?

En realidad toda vez que nos abocamos a cuidar de nuestra interioridad, es decir, de nuestros procesos conscientes e inconscientes, con la humilde convicción de que ello mejora nuestra relación con el prójimo, de alguna manera trabajamos en esa dirección. Porque la racionalización de nuestra cultura nos alejó de nosotros mismos, nos alejó de nuestra afectividad y, por ello, nos tornó más proclives a ser víctimas de nuestras emociones conflictivas.

Hasta que el cuidado del alma no sea parte de nuestra cultura, no podremos trabajar en profundidad nuestra afectividad y acaso rescatar una dimensión femenina colectiva. Ese camino permitirá que acaso algún día pueda comprobarse que el amor no solo puede más que la justicia sino que la torna compasiva.

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