
12 agosto, 2019
El afán de querer controlar todo
Nos asusta la idea de que el caos nos invada y nos impida llevar adelante nuestros proyectos y deseos. O que el fantasma del descontrol haga peligrar una relación amorosa. Pero el miedo nunca es un buen consejero: ¿y si mejor aprendemos a confiar?
Quizás usted quiera controlarlo todo. Se entiende. Con lo duro y cruel que es el mundo, con tantos riesgos, calamidades, engaños y perversiones, es comprensible que quiera tener de manera férrea las cosas bajo su arbitrio. Inclusive, es posible que quiera tenerse a usted misma con rienda corta, para evitar caer en el caos y sufrir duras consecuencias.
El afán de controlar es parte de nuestra vida. Que las cosas sean como una suerte de continuación de nosotros mismos, de nuestros deseos, afanes, ideas e ideales, surge como imperativo cuando sentimos que si eso no ocurriera serían grandes los riesgos de caer en el torbellino de la nada, de perder lo amado y de que las cosas, dejadas “sueltas”, sean malas o ineficaces.
El problema es que, más temprano que tarde, ese anhelo de controlarlo todo fracasa. Es que el control, sin lugar a dudas, tiene patas cortas y vale apuntar a otros métodos y valores para que la anarquía cósmica no gane la partida.
La fuerza gravitatoria que mantiene unidas de verdad a las personas es más amable que el hecho de stalkear, controlar, celar, y hacer que el otro sea o haga las cosas a imagen y semejanza del propio deseo.
Pareja, hijos, familia, trabajo, cuerpo (propio y ajeno), personas en general y hasta el mundo todo… el deseo de controlar está en todos los ámbitos. Como decíamos antes, ese deseo tiene su razón de ser y hasta fue imprescindible en su momento, como cuando crecimos aprendiendo a controlar los movimientos de nuestro cuerpo que era, al principio, un conglomerado de músculos y vísceras que requerían que nos adueñáramos de ellas para que fueran parte de eso que llamamos “yo”.
Con el tiempo, aprendimos que no controlábamos a los otros y que ellos, en mayor o menor medida, hacían lo que se les daba la gana, mal que nos pesara. Bebés como éramos, poco podíamos hacer para que nuestro afán totalitario lograra que las cosas del mundo (o el mundo mismo) se transformaran a imagen y semejanza de nuestros deseo. Con dolor aprendimos que había otros deseo (otras personas, otras realidades) y que no quedaba otra que organizarse para que todos más o menos saliéramos conformes.
¿Controladores por naturaleza?
Poco o mucho, las ganas de controlar perduran. De hecho hoy existen quienes mantienen fuertemente la idea de que controlándolo todo las cosas andan bien y que tenerlo todo sujeto y bien atado es “la” forma de que el mundo no se desbarranque.
Allí vemos, por ejemplo, las parejas controladoras. Al respecto, digamos que si alguna vez se escribe el manual de cómo romper una pareja, tendrá varios tips dedicados a fomentar el control en diversos puntos de la relación, garantizando, de esa forma, un pronto retorno a la soltería de quien siga esas instrucciones.
Controle usted el celular, los correos, los movimientos, las expresiones emocionales de su pareja, y conseguirá evitar cualquier asomo de prosperidad afectiva en el vínculo, más allá de que “mecánicamente” quizás sigan juntos. Lo estarán no por el amor, sino por el espanto. Seguramente, quien abunda en esas conductas lo hace porque siente miedo, inconsciente o no, a que todo se vaya al demonio si no es sujetado por el control. En dichos casos no hay mucha fe en el amor que digamos, pero por lo menos está el control, que quizás podría reemplazarlo… pero no.
Ese control que va queriendo reemplazar al amor como elemento de unión, en los hechos es fuente de tormentos y al final, fracasa. La fuerza gravitatoria que mantiene unidas de verdad a las personas es más amable que el hecho de stalkear, controlar, celar, y hacer que el otro sea o haga las cosas a imagen y semejanza del propio deseo.
Claro, sin el control, el miedo sería mucho, por aquello de la falta de fe. Pero si uno lo sabe y conoce de sus flaquezas, al menos puede trabajar en la fe y en la confianza que de ella se desprende, y no tanto en mirar celulares ajenos y sospechar de las reales intenciones de la pareja.
El afán de controlarlo todo es fruto del miedo, y al miedo se lo sana con afecto, acompañamiento, calidez y valentía. Se lo sana con amor. El mundo da vueltas, sin que lo controlemos, y las cosas son lo que deben ser, más allá de nosotros.
Y si hablamos de control, no puede faltar a la hora de referirnos al sistema para educar hijos. Se han llenado libros y libros en los que se señala que no es bueno dedicarse a controlarlos como única manera de guiarlos en su crecimiento. Digitar su existencia como si fueran objetos y no personas no les hace bien, más allá de la tentación de que sean ellos una imagen viva de los sueños paternos. Esos sueños les dan, al principio, una plataforma de despegue, pero después de despegar, serán los chicos los que irán logrando su libertad por fuera de los libretos excesivamente digitados por los padres.
A veces hay que controlar las cosas, como en las emergencias, por ejemplo. Ante una situación de riesgo de un hijo, por caso, es adecuado llevar las cosas con mano férrea. Los ejemplos son los clásicos: cruzar la calle siendo chiquitos, meter los dedos en el enchufe. Allí los controlamos, sin titubeo. El problema es cuando eso se transforma en un estilo de vida, porque los chicos van sintiendo que algo mal debe haber en ellos, si solamente son viables a partir de ser controlados para que “nada malo les pase”.
El tema del control es cultural. El afán de dominar personas o realidades es algo que vemos en nuestra vida con una suerte de naturalización que da que pensar. Ya sea en la política, así como en los más pequeños temas de la cotidianeidad, la idea del “control” contra el “caos” es vigente, y hasta ha dado pie a una lucha paradigmática de la que el Super Agente 86 y su compañera, la 99, eran adalides. Kaos eran los malos, y Control, los buenos, con nuestros héroes a la cabeza. Como vemos, más allá de las simpatías por los superagentes, las opciones eran pobres y mentirosas.
Conducir la vida no es lo mismo que controlarla. Se trata de interactuar, no de someter. Por eso, cuando tenemos temor de perder el control, pensemos si necesariamente es el descontrol lo que sucedería si aflojamos un poco y relajamos las cosas. A veces, por creer que el control es sinónimo de orden nos perdemos el verdadero orden, ese que surge de la confianza y la inteligencia, porque no siempre que nos serenamos y dejamos que las cosas sean, esas cosas se desintegran o marchan rumbo a su perdición.
El afán de controlarlo todo es fruto del miedo, y al miedo se lo sana con afecto, acompañamiento, calidez y valentía. Se lo sana con amor. El mundo da vueltas, sin que lo controlemos, y las cosas son lo que deben ser, más allá de nosotros. Mejor aportar amor a esas cosas, confianza incluida, y no tanto afán por controlar, que no solamente no nos hace bien, sino que nos impide gozar de las buenas cosas que existen, por miedo, vaya paradoja, a perderlas.
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