
26 abril, 2018
De la catástrofe a la revelación
El psicólogo suizo Carl G. Jung señaló que, para acceder a la luz, es necesario descender al fondo primitivo del alma, asumir las tinieblas y vivir el temor de lo primordial. La tarea es de todos. ¿Te animás a empezar?
En una conferencia dictada en Viena hacia 1932, el psicólogo suizo C. G. Jung afirmó: “Las catástrofes gigantescas que nos amenazan no son procesos elementales de índole física o biológica, sino acontecimientos psíquicos. Nos conminan en una medida aterradora guerras y revoluciones que no son más que epidemias psíquicas. En cualquier instante millones de hombres pueden ser atacados por una nueva locura y, entonces, tendremos otra guerra mundial o una revolución devastadora (…) Un dios del terror vive en el alma”. Entiendo que esta afirmación sigue siendo actual. La presencia del mal no asumido en el alma, sino proyectado sobre el prójimo, tiene gravísimas consecuencias en nuestra época, pues el hombre, por una parte, está espiritualmente desamparado y, por la otra, cuenta con un enorme poder de destrucción.
En un texto de 1958 del mismo autor, leemos: “¡El Diablo de nuestra época es algo verdaderamente terrible! Si se repasa nuestra situación actual, no es posible prever todo lo que aún puede ocurrir. El proceso seguirá forzosamente adelante. Todas las energías divinas de la creación irán pasando paulatinamente a manos de los hombres. Con la fisión nuclear ha ocurrido algo terrible, un poder tremendo ha pasado a manos de los hombres. Cuando Oppenheimer contempló la primera prueba de una bomba atómica, se le vinieron a la memoria las palabras del Bhagavad Gîtâ: ‘Más brillante que mil soles’. Las fuerzas que mantienen unido al mundo caen en manos de los hombres y estos conciben la idea de un sol artificial. Fuerzas divinas han caído en nuestras manos, en nuestras frágiles manos humanas”.
¿Qué hacer ante ese poder demoníaco al alcance de la mano del hombre, que radica en lo más ignoto de su propia alma? Para Jung es necesario descender al fondo primitivo del alma, asumir las tinieblas, vivir el temor de lo primordial y así acceder a la luz. El hombre moderno se ha unilateralizado y cree que ha logrado superar ese fondo primitivo del alma. Sin embargo: “Estamos todavía tan poseídos por nuestros contenidos anímicos autónomos como si estos fueran dioses. Ahora se los llama fobias, obsesiones… brevemente, síntomas neuróticos. Los dioses han pasado a ser enfermedades, Zeus no rige más el Olimpo, sino el plexus solaris y ocasiona curiosidades para la consulta médica, o perturba el cerebro de periodistas y políticos, quienes, involuntariamente, desencadenan epidemias psíquicas”.
¿Cómo podemos evitar las epidemias psíquicas que nos contaminan, nos desencaminan y ponen en peligro a toda la humanidad? En otra carta, Jung señala que solo se evitará que todos los pueblos se aniquilen entre sí si surge “un movimiento religioso que abarque todo el mundo, lo único que puede contener el diabólico impulso destructivo”. Ello no implica el establecimiento de una nueva religión, sino el despertar de una espiritualidad subyacente en la profundidad de la psique. Por ello, es necesario concebir una labor terapéutica –más allá de la clínica– que recupere el sentido de la antigua curación del alma.
«Para Jung es necesario descender al fondo primitivo del alma, asumir las tinieblas, vivir el temor de lo primordial y así acceder a la luz».
El principal interés de mi trabajo –escribe Jung– no reside en el tratamiento de la neurosis, sino en el acercamiento a lo numinoso (“lo sagrado”). Es, no obstante, así: el ingreso en lo numinoso es la verdadera terapia, y en la medida en que uno llega a la experiencia numinosa, uno se libra del temor a la enfermedad”. Por lo dicho, eliminar el temor a la enfermedad, a la “falta de firmeza” (“enfermo” es quien no está firme), se logra indagando en la propia interioridad. Pero el hombre es un ser doblemente colectivo, tanto desde el punto de vista social como desde el punto de vista individual, pues la psique individual también posee raíces colectivas. De allí que los conflictos sociales se reflejen y se elaboren en la psique individual. Jung descubre que los pacientes dependen de los grandes problemas de la sociedad, de tal manera que el conflicto de apariencia meramente individual se revela como un conflicto general de su ambiente y de su época.
El verdadero terapeuta o quien indaga en sí mismo ayuda a sanar a la sociedad y la cultura a través de su acción terapéutica individual, pues es allí, en el individuo, en donde se “padece” la época. “Cuando contemplamos la historia de la humanidad –escribe–, no vemos sino la superficie exterior de los acontecimientos (…) En nuestra vida más privada y subjetiva, no solo padecemos una época; también la hacemos. ¡Nuestra época somos nosotros!”. Desde el punto de vista junguiano, ello requeriría una enorme fuerza espiritual capaz de levantar proyecciones, para así recuperar esa energía psíquica disociada y lograr que se ordene. Y permítaseme aquí la utilización de un lenguaje metafórico: ¿no supone todo “apocalipsis” una “catástrofe” (en griego katastrophé significa ‘inversión, destrucción, ruptura’), pero una catástrofe que destruye lo que oculta y permite la revelación, es decir, la “apocalipsis”? ¿Si apokálypsis (“revelación”) es el sentido interno de la catástrofe, su dimensión profunda, ¿no será que el hombre está llamado a trabajar sus propias escisiones internas para así colaborar con una “revelación” colectiva?
En ese caso, la tarea heroica consistirá en la recuperación o el descubrimiento del símbolo personal, cultural, planetario. Pero la tarea comienza en cada uno y esa tarea de cada uno compromete a todos. Jung afirmó: “Pues hay algo en nuestra alma que no es individuo, sino pueblo, colectividad, humanidad. De algún modo somos parte de una sola gran alma, de un solo homo maximus, para decirlo con las palabras de Swedenborg”.
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