Sophia - Despliega el Alma

POR Bernardo Nante - Columnistas

19 agosto, 2015

Cuidado del alma y cuidado del mundo

El cuidado del alma de cada individuo, como condición necesaria para el cuidado del mundo, es la propuesta de Bernardo Nante. Un llamado al cultivo silencioso y comprometido del misterio que yace en cada uno de nosotros.


En una conferencia dictada en Viena hacia 1932, el psicólogo suizo C. G. Jung parece haber anticipado la Segunda Guerra Mundial: “Las catástrofes gigantescas que nos amenazan no son procesos elementales de índole física o biológica, sino acontecimientos psíquicos. Nos conminan en una medida aterradora guerras y revoluciones que no son más que epidemias psíquicas. En cualquier instante millones de hombres pueden ser atacados por una nueva locura y entonces tendremos otra guerra mundial o una revolución devastadora (…) Un dios del terror vive en el alma”.

Es sabido que, ya en 1913, Jung mismo había padecido espantables visiones que anticiparon la Primera Guerra Mundial. Sin embargo, poco importa el carácter premonitorio de sueños y visiones. Interesa, en cambio, el hecho de que ello indica que la época se gesta en la profundidad del alma. El hombre es hijo de su tiempo y también su padre. Por eso mismo, el cuidado del alma de cada individuo es condición necesaria del cuidado del mundo.

En efecto, Jung descubre que los pacientes dependen de los grandes problemas de la sociedad, de tal manera que el conflicto de apariencia meramente individual se revela como un conflicto general de su ambiente y de su época. Si hay guerra afuera es porque hay guerra adentro. El terapeuta –en la medida en que verdaderamente lo sea– ayuda a sanar a la sociedad y la cultura a través de su acción terapéutica individual, pues es allí, en el individuo, en donde se “padece” la época. “Cuando contemplamos –escribe Jung– la historia de la humanidad, no vemos sino la superficie exterior de los acontecimientos (…) En nuestra vida más privada y subjetiva no solo padecemos una época, también la hacemos. ¡Nuestra época somos nosotros!”.

En efecto, el hombre está relacionado con su medio no solo del modo socialmente conocido, es decir, a través de sus relaciones conscientes, sino que su relación se prolonga en la oscuridad de lo inconsciente. Ello explicaría la razón por la cual Jung pudo anticipar la Segunda Guerra Mundial, al advertir la aparición recurrente de Wotan –dios germánico principal y guerrero– en los sueños de sus pacientes alemanes, pues este “es una característica fundamental del alma alemana, un ‘factor’ anímico de irracional naturaleza, un ciclón que reduce y suprime la alta presión cultural”. Puede afirmarse, entonces, que la presencia del mal no asumido en el alma, sino proyectado sobre el prójimo, es de gravísimas consecuencias en nuestra época, pues el hombre, por una parte, está espiritualmente desamparado y, por la otra, cuenta con un enorme poder de destrucción.

En un texto de 1958 titulado “El bien y el mal en psicología analítica” leemos: “¡El Diablo de nuestra época es algo verdaderamente terrible! Si se repasa nuestra situación actual, no es posible prever todo lo que aún puede ocurrir. El proceso seguirá forzosamente adelante. Todas las energías divinas de la creación irán pasando paulatinamente a manos de los hombres. Con la fisión nuclear ha ocurrido algo terrible, un poder tremendo ha pasado a manos de los hombres. Cuando Oppenheimer contempló la primera prueba de una bomba atómica se le vinieron a la memoria las palabras del Bhagavad Gîtâ: ‘Más brillante que mil soles’. Las fuerzas que mantienen unido al mundo caen en manos de los hombres y estos conciben la idea de un sol artificial. Fuerzas divinas han caído en nuestras manos, en nuestras frágiles manos humanas”.

El hombre es para Jung un ser doblemente colectivo: social y arquetípicamente. Cada uno de ellos presenta un aspecto creador y otro destructor; la consciencia colectiva ofrece valores culturales que permiten el trabajo creativo, la diferenciación y adaptación del individuo, pero puede operar colaborando en su masificación. Lo inconsciente proporciona impulsos y símbolos que orientan el crecimiento de la personalidad pero puede desorbitarla y hasta disolverla en las oscuridades de lo inconsciente si el individuo no se hace responsable de su interioridad.

De hecho, la teoría junguiana se opone tanto al colectivismo como al individualismo; ambas son formas de disolución de la identidad. Solo una personalidad sólidamente desarrollada es socialmente fecunda; por el contrario: “… cuanto más pequeña sea la personalidad, tanto más indefinida e inconsciente se torna, hasta confundirse con la sociedad, perdiendo su propio carácter, que se disuelve dentro de la totalidad del grupo. La voz interior es reemplazada entonces por la voz de la sociedad y de sus conveniencias y el destino es sustituido por las necesidades colectivas”.

Todo ello es consecuencia de la moderna hipertrofia que se aboca al desarrollo externo de la personalidad en desmedro del misterio del mundo y del alma. Los “dioses” han desaparecido y se han tornado en fobias y obsesiones, en potencias desorientadoras de lo inconsciente. Por ello, la labor terapéutica –excediendo un abordaje limitadamente psicopatológico– debiera recuperar el sentido del antiguo “cuidado del alma”. En efecto, para Jung su principal interés no residía en el tratamiento de la neurosis sino en el acercamiento a lo sagrado. El ingreso a lo sagrado es la verdadera terapia, pues en la medida en que se llega a la experiencia de lo sagrado, uno se libra del temor a la “enfermedad”.

Quisiera recordar que la acepción más arcaica del término “religión” parece aludir a la idea de una observancia cuidadosa de la profundidad del alma. Así, la vuelta a la “religiosidad” no implica una adhesión ciega a determinadas creencias, sino fundamentalmente el cultivo silencioso y comprometido de un misterio que yace en la vida interior y exterior. Las tradiciones espirituales están vivas cuando su labor solidaria, sus prácticas, sus ritos y meditaciones, sus lecturas y silencios observantes ayudan a vivir y a sanar en la profundidad de la vida individual, la vida de la comunidad y la vida del mundo.

Jung murió en 1961 preocupado por la desorientación del hombre contemporáneo que aún no ha comprendido la necesidad de esta “religiosidad” de este “cuidado del alma”. En una carta tardía el psicólogo suizo señala que solo se evitará que todos los pueblos se aniquilen entre sí si surge “… un movimiento religioso que abarque todo el mundo, lo único que puede contener el diabólico impulso destructivo”.

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