
20 septiembre, 2021
Cuando el ego se vuelve poroso
En esta historia real, la compleja relación entre dos hermanas abre paso al profundo encuentro que por fin tendrá lugar entre sus almas de la mano del amor...
Fotos: Unsplash
Ahí estaban las dos, en ese asiento como de plaza, sorbiendo el primer sol que anticipaba la primavera. Quien las viera pensaría que eran madre e hija. Pero no: eran hermanas, nacidas con mucha diferencia de edad. La más joven, Rossana, sonreía hasta con los ojos. Dora, la de cabello radicalmente blanco, tenía unos labios que parecían haber olvidado cómo era sonreír; ensayaban, sin embargo –lográndolo por momentos– apenas una desleída expresión giocondina.
Hacía poco que Dora había sido internada en el Hogar, rescatada por sus dos hermanos de un aislamiento en el que la demencia había tomado poder. Y ahora, cada sábado, Dora, de a ratitos, salía del Reino del Olvido de la mano de Rossana. En otros bancos del Hogar, aquí y allá, otros familiares buscaban hacer lo mismo con sus mayores (pero nadie tenía la sonrisa en los ojos de Rossana).
Después de tantos encuentros en los que Dora había permanecido acorralada por sí misma, en silencio y con la vista perdida, esa vez podría ser diferente: Rossana le había traído un lápiz negro, una goma de borrar y un block de papel para dibujo. Puso todo en el regazo de Dora quien, de inmediato, leyó la textura del papel con las yemas de sus dedos, cual si fuera una olvidada escritura en Braille. Llevó la goma de borrar hacia su nariz y, al inhalarla, asintió con su cabeza, como diciéndole a ese olor: “Yo te conozco”. Rossana le enhebró el lápiz entre los dedos y entonces… se despertaron, visiblemente luminosas, memorias que dormían, apagadas. Todo su rostro cobró vida: quien pocos minutos atrás era algo parecido a nadie, ahora se erguía, siendo. Nuevamente, siendo: como reestrenándose a sí misma.
Durante toda su vida, Dora había sido artista plástica: primero pintora y luego una destacada escultora a punta de cincel. Ahora, con solo ese poquito que había sobre su regazo, se asomaba desde su laberinto: abría el portal una sonrisa franca que no usaba desde que era niña. Y entonces sí se notó que Dora y Rossana eran hermanas: las dos enhebradas por facciones sin edad.
La mirada de Dora ya no era la de la frágil ancianita de un momento atrás. El vigor que había sido el combustible de su alma escultora, otra vez irrigaba su expresión, que cobró súbita belleza. En ese instante Rossana apretó una tecla de su celular, estratégicamente ya preparada, y una vieja canción italiana germinó de adentro de su bolso. Ahora sí que las sonrisas no les cabían en el rostro a ninguna de las dos. La única solución para darles espacio fue la que hallaron de inmediato: cantar. Cantar juntas. Y ahí estaban las dos mujeres, cantando a viva voce: la memoria de Dora se había abierto como una caja de música ante la vieja canción en el idioma de su infancia. Y en ese mismo instante Dora se puso a dibujar, tomando el lápiz como solo lo hacen los que saben.
De pronto, allí estaba su identidad imponente, cantando, y dibujando con maestría, erradicado todo temblor; el trazo justo bocetó prestamente un sector del parque que los ojos de Dora habían elegido con su visión de artista.
Y entonces sucedió lo impensado: terminado ese dibujo, le dijo a Rossana la primera palabra que le dirigía desde hacía más de veinte años: «Mirame». Al pronunciarla, tomó delicadamente la barbilla de su hermana y la inclinó hacia sí. Entonces empezó a retratarla. No hizo falta goma de borrar: cada línea era precisa; el tenor del trazo se manifestaba con el vigor de siempre, aunque con la ternura… de nunca. No solo estaba dibujando a su hermana: la estaba viendo tal como era, quizás por primera vez. Rossana había cesado su canto, tal vez regresando a esa edad en la que aún no sabemos hablar.
«Ese instante milagroso disolvió toda barrera entre ellas: el monolítico ego de Dora ya no estaba allí para separarlas. Rossana nunca se había resignado a que, por una tontería absurda, el caprichoso carácter de Dora la hubiera expulsado de su hermandad».
En pocos minutos la obra estaba terminada: límpida, fiel, completamente íntima. Entonces Dora hizo algo que tampoco nunca antes había hecho. Nunca. Dora, la ríspida. Dora, la arrogante artista desdeñosa. Dora, la pertrechada en su intimidante carácter. Dora, la que ahora era otra Dora, abrazó a su hermana, pecho contra pecho, largamente… y pronunció su segunda palabra inaudita: «¡Gracias!».
Ese instante milagroso disolvió toda barrera entre ellas: el monolítico ego de Dora ya no estaba allí para separarlas. Rossana nunca se había resignado a que, por una tontería absurda, el caprichoso carácter de Dora la hubiera expulsado de su hermandad. Y ahí estaba, en el Hogar, por primera vez sucediendo lo imposible: la ternura de Dora, al desnudo; la paciente Rossana, por fin recibiendo el zumo del amor filial.
Rossana volvió a casa húmeda de asombro. Juan, su hijo −testigo de los 20 años de esa dolorosa separación−, luego de escucharla hizo una síntesis magistral: «¿Te das cuenta, mamá? ¡Qué curioso! Ustedes pueden llevarse bien ahora, encontrar ahora esta conjunción… solo porque Dora no se acuerda de que estaba peleada con vos para siempre».
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Esta historia es real, salvo algunos matices que apenas son pinceladas. Me la regaló una amiga muy querida. ¡Y he escuchado historias similares tantas veces cuando era terapeuta! Es más, en un contexto similar, lo viví en primera persona. Todas esas historias tienen en común un mismo fenómeno: la remisión del ego. Sí, así, con esa palabra se lo denomina en la psicología que valora los asuntos del espíritu. Y «remisión» es una palabra extraordinaria en este caso, ya que se aplica a las patologías de cualquier índole, para señalar la disminución o desaparición de un síntoma o de una enfermedad. Estaría señalando, entonces, que el ego puede volverse tan hipertrofiado, con un funcionamiento tan poco saludable, que resulte una verdadera enfermedad psíquica (pocas veces reconocida como tal), impidiendo la expresión de nuestra Esencia, de nuestra verdadera identidad profunda.
Rossana conoce a su Esencia (esa porción del Todo que nos anima), pues trabaja sobre sí misma, desde siempre. Dora, en cambio, había desarrollado un ego tan metálico que no podía ser atravesado por el Amor, y que tampoco permitía que el Amor manara desde su interioridad, se filtrara a través de él (de hecho, ‘ego’ viene de la palabra griega egoi, que significa ‘escudo’). El deterioro de su cerebro, paradojalmente, le estaba trayendo el regalo de que su Esencia saliera a la luz, luego de tantos años de encierro tras las paredes impenetrables de su castillo egoico.
Un ego hipertrofiado, espinoso, arrogante, desdeñoso, daña a quienes estén en su entorno; pero también produce una catástrofe, a veces inadvertida, en quien lo ha desarrollado: va gestándole una aridez interna que no puede ser humectada por nada de este mundo, una pobreza de la sensibilidad que ningún logro puede compensar, una colección de errores afectivos que ningún acierto bursátil puede pagar.
«Nadie nació para atravesar la experiencia humana sosteniendo el escudo del ego de punta a punta del camino. Nadie nació para amar pertrechado de una armadura. Nadie nació para rechazar el flujo del Amor, retirando el puente levadizo de su castillo, y aislándose del lado de adentro de su fosa».
Hay veces en que, venturosamente, el ego se erosiona durante ciertas enfermedades mentales, o también como resultante de un sinnúmero de fracasos que producen la declinación de cualquier soberbia. En otros casos es la cercanía de la muerte, a cualquier edad, la que posibilita una rajadura del sistema egoico. Y a través de esa rajadura aprovecha a abrirse paso la Esencia, que hasta entonces permanecía presa: se ex-presa. Pero hay otra alternativa, como nos lo enseñan distintas Tradiciones de Sabiduría: la de trabajar sobre sí para que el ego ceda el timón de nuestra barca a la Esencia, al Sí Mismo (como le llamaba Jung).
Nadie nació para atravesar la experiencia humana sosteniendo el escudo del ego de punta a punta del camino. Nadie nació para amar pertrechado de una armadura. Nadie nació para rechazar el flujo del Amor, retirando el puente levadizo de su castillo, y aislándose del lado de adentro de su fosa.
Esta es un historia extrema, en la cual la remisión del ego permitió que el amor recíproco se expandiera donde estaba morando el falso amor propio: el ego de Dora se volvió poroso. Y eso fue posible porque Rossana no temió a los cocodrilos que rodeaban al castillo: aunque siguió haciendo su vida como si su hermana no existiera, siempre se mantuvo en las inmediaciones del puente levadizo. Y ese día la vida compensó su insistencia en reclamar los atributos de la hermandad. Pero, cuidado: hay quienes, con la misma amorosidad insistente, aun ejercida a través de muchos años, nunca logran el añorado contacto de Esencia a Esencia con su ser querido: jamás hallan reciprocidad, porque el Ego ha cercenado el camino para que eso fuera posible.
¿Te ha sucedido algo parecido? Me atrevo a pedirte que nos lo cuentes. Quizás alguien cercano lo vivió. O, en algún aspecto de tu vida en el que sería importante que abrieras tus poros, aún están cerrados. Si te das cuenta hoy, quizás estés a tiempo. Estás a tiempo. Siempre se está a tiempo de trabajar sobre nuestro ego para que se vuelva poroso y que la Esencia tome el timón de nuestra vida, pues le pertenece.
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