Cultura
5 mayo, 2023
Clubes de lectura: un espacio para repensar la vida
Reunirse a leer en grupo y aportar distintas miradas sobre los textos, es una forma de crear espacios lúdicos y dinámicos donde detenerse a pensar en la propia vida y compartir reflexiones y emociones con otros.

Por Clementina Escalona Ronderos
Fueron bautizados manga de desacatados, más por su irreverencia ante la monotonía de la vida que por otra cosa. Sería demasiado llamarlos anarquistas, título atribuido a aquel subgrupo de franceses que a mediados del siglo XIX iniciaron la revolución contra el poder monárquico. También parece excesivo pensarlos punks, aun cuando utilizan la escritura como medio de libertad (los punks escribían letras de canciones como propuesta alternativa al rock industrial). Quizás no tenga sentido nombrarlos y sea mejor simplemente describirlos: son inquietos, curiosos, perseverantes; son alegres, idealistas y románticos. Son, sobre todo, amantes de las palabras.
En una ciudad costera donde no sucede demasiado fuera de la temporada alta, hay un grupo de seis personas que cada jueves de cada semana del año, se reúne a leer y escribir. En un bar curiosamente llamado “El Refugio”, este grupo de seis (una actriz, una terapeuta infantil, un agente inmobiliario, una diseñadora de indumentaria, un estudiante de literatura y una docente), han formado un club de lectura y escritura donde se reúnen a leer crónicas, poesía, piezas de teatro y cuentos. Toman textos escritos por Mario Benedetti, Sara Gallardo, Ana María Shua y Eduardo Galeano; textos de Borges, Urdapilleta, Sabines y Leila Guerriero. Los hojean, leen algunas frases en voz alta, eligen una idea disparadora, escriben. Como aquellos jóvenes de la película La sociedad de los poetas muertos, el espacio de los jueves es un lugar seguro para pensarse y revelar el ser.
Desde la palabra escrita al debate oral
Hay también otra cosa que hacen estos refugiados en las letras, quizás la más importante. Además de leer y escribir, dialogan. Dialogan entre todos y con ellos mismos. Dialogan, por ejemplo, sobre la existencia de Lilith, la antecesora de Eva en aquel paraíso que luego nos perdió a todos, para re-pensar el lugar de la mujer en la sociedad actual. O toman las Instrucciones para llorar de Julio Cortázar, publicadas en Historias de cronopios y de famas en 1962, y comparten los motivos por los cuales ellos, hoy, lloran. O comparan el Barba Azul descrito por Amélie Nothomb con el de Charles Perrault, y navegan como hace el personaje, en sus propios cuartos oscuros.
La práctica de reunirse y debatir en torno a la literatura existe desde hace tiempo.
A principios de 1900, la escritora Virgina Woolf participaba junto a otros escritores y artistas (e incluso el economista inglés, John Maynard Keynes) del “Círculo de Bloomsbury”, donde hablaban sobre libros y arte, y cuestionaban los estándares y las normativas sociales de la época. En 1930, Tolkien y C.S. Lewis formaron The Inklings, un grupo de discusión literaria establecido en un bar del barrio inglés de Oxford. Incluso antes, en 1750, un grupo de mujeres en Inglaterra creó la Blue Stockings Society (Sociedad de las Medias Azules) con el propósito de reunirse a conversar sobre literatura en tiempos donde a las mujeres no les era permitido asistir a la universidad. Años después, en Estados Unidos, destacaron el Woman’s Reading Club (Club de Lectura de Mujeres) inaugurado en 1877 en Illinois, y el Ladies’ Literary Club (Club Literario de Damas) en 1878.
Cualquiera sea la época, los clubes de lectura promueven el espacio ideal donde proponer el intercambio de miradas sobre la existencia y la vida.
La escritura como herramienta de expresión individual y colectiva
Resulta maravilloso advertir que tomar un libro y discutirlo en grupo es abrir las puertas del pensamiento y la vida. En una suerte de retroalimentación, el grupo de los jueves primero lee y luego crea un espacio de silencio para dar vuelo a las ideas y la imaginación a través de la escritura de textos propios.
A la hora de escribir, la dinámica varía: a veces eligen diez palabras al azar y escriben un texto que las reúna a todas. Otras incursionan en formatos, por ejemplo creando tautogramas, donde cada palabra del texto escrito debe empezar con la misma letra. De elegir la letra P, escriben cosas como:
Permiso,
perdón.
¿Puedo pasar?
Planeo protegerte.
En ciertas ocasiones toman disparadores del entorno. Hubo un jueves donde en el bar se organizó una milonga, y mientras unas quince personas adultas bailaban, ellos escribieron historias tristes sobre tango y cabarets, sobre Tita Merello y salones de bar llenos de humo.
A veces pasan cosas mágicas, como una noche donde la pauta a seguir era que cada cual escribiera lo que le diera la gana. Al leer sus textos en voz alta, descubrieron que sin quererlo, habían armado una gran historia entre todos. Fue algo así como una creación colectiva inconsciente. Porque al escribir en grupo sucede eso: lo personal se revela universal, y mientras que un texto describía una pena de amor en primera persona, otro relataba el monólogo de quien había roto un corazón ajeno y los demás develaron una discusión de pareja en un bar, una amante, una reflexión arbitraria sobre el amor.
Frente al frío, la soledad y la oscuridad de una ciudad quieta, estos seis desacatados buscan amparo en esos encuentros donde crecen como hierba entre baldosas de cemento. Entre ellos se asisten, se ayudan, se dan ánimo. Se descubren y se desmienten, rompiendo barreras propias y conceptualizaciones sociales. Porque eso hace un club de lectura. El texto es el martillo, el grupo el envión que lo mueve.

La lectura como pacífico acto de subversión
En su libro Una historia de la lectura, el ex director de la Biblioteca Nacional Alberto Manguel, comparte la siguiente anécdota:
“Una vez, Borges me contó que durante una de las manifestaciones populistas organizadas en 1950 por el gobierno de Perón contra los intelectuales opuestos al régimen, los manifestantes gritaban: “Alpargatas sí, libros no”. La réplica “Alpargatas sí, libros también” no convenció a nadie. La realidad —la dura, necesaria realidad— parecía estar en conflicto irremediable con el mundo de ensueño y evasión de los libros. Con esa excusa, y con efectos cada vez más devastadores, los que detentan el poder impulsan activamente la artificial dicotomía entre vida y lectura. Los regímenes demagógicos exigen que olvidemos y, por lo tanto, estigmatizan los libros como un lujo superfluo; los regímenes totalitarios quieren que no pensemos y, por consiguiente, prohíben y amenazan y censuran; ambos, en general, necesitan que nos volvamos estúpidos y que aceptemos mansamente nuestra degradación y por eso alientan el consumo de productos vacuos. En circunstancias como ésas, los lectores no pueden más que ser subversivos.”
Quizás no podemos hablar de anarquistas o de punks, pero nuestros seis protagonistas no están exentos de cierto rasgo de rebelión. Un club de lectura es un espacio de construcción de sentidos, de resignificación del mundo. En términos del semiólogo y lingüista Roland Barthes, no es el texto en sí mismo el portador de sentido, sino que este es construído a partir de la comprensión que los sujetos hacen del texto. La palabra es nuestra manera de expresar la vida y, en el intercambio de percepciones entre los miembros de un club de lectura, es donde podemos encontrar nuevos matices de comprensión.
“La existencia del texto es silenciosa hasta que el lector lo lee (…) Toda escritura depende de la generosidad del lector”, señala Manguel.
Y, asimismo, la vida del lector depende del texto: de lo que moviliza, de lo que despierta, de lo que destapa en él.
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