Julie Taymor – Directora de teatro, cine y ópera
Julie Taymor es una mujer fuera de serie. Se la conoce como el alma creadora del musical El Rey León, en Broadway, con el que desafió las leyes del circuito comercial. Llevó al cine la vida de Frida Kahlo y está por estrenar Across the Universe, un musical sobre los años sesenta inspirado en las canciones de los Beatles. Una mujer única. Extracto de una entrevista que se realizó en The Academy of Achievement, Washington D.C.
Julie Taymor no teme. ella cree que el arte y la vida tienen que ir indefectiblemente de la mano, y lo logra. Esta maravillosa conjunción y fuerza fue la que la llevó a idear el musical El Rey León, un éxito que dio la vuelta al mundo. Por esa obra, se enfrentó con los productores de Broadway que desconfiaban de sus ideas, que miraban con recelo a una mujer llegada del circuito off. Pero ella se plantó y, con su fuerza y pasión naturales, llevó adelante lo que para muchos era imposible. Es, además, la creadora de la película Frida (2002), protagonizada por Salma Hayek, y de otros grandes títulos de Shakespeare, de quien es ferviente admiradora.
–¿Cuándo fue la primera vez que sentiste que el arte te transformaba?
–No sé si puedo recordar un momento específico, pero de chica siempre jugaba en el patio de mi casa. Me disfrazaba y armaba shows. A mi hermana mayor le encantaba organizar cosas: estábamos siempre montando espectáculos. Todo era juego. Hoy en día la vida cambió mucho: los niños están frente a la computadora en lugar de salir afuera, agarrar un poco de cuerda, algo de papel y un palo para hacer un barrilete, y entender que ese barrilete podría ser un pájaro porque uno se lo imagina como un pájaro, y no porque se aprieta una tecla y “pájaro” aparece en Google. Las computadoras son herramientas extraordinarias, pero últimamente se han convertido en monstruos y pueden reducir la creatividad de las personas. Cuando la gente dice que la tecnología moderna es mejor… ¿Quién construyó el Taj Mahal? ¿Quién creo esas hermosas estructuras, esos edificios, y a partir de qué? O las pirámides… El artista no es necesariamente mejor porque haya más tecnología y mejores herramientas.
–Siempre dijiste que tus padres te dieron un sentido de confianza en vos misma y que te dieron libertad. ¿Cómo hicieron eso?
–Soy la menor de tres hermanos. Con mi hermano y mi hermana me llevo cinco o seis años. Mis padres tuvieron muchos problemas con ellos y depositaron tanta confianza en mí que tuve que crearme mi propio sentido de la moralidad, tomar mis propias decisiones. Me trataban como a un adulto. Los llamaba por su nombre, incluso desde muy chica. Me hice muy amiga de mis padres. A los 16 años me gradué en el colegio secundario y partí a París a estudiar mimo en la escuela de Jacques Le Coq. Luego, viajé un tiempo más y abrí mi propia compañía de teatro en Indonesia. Tenía una actitud muy libre, muy suelta. Haber podido viajar y ver mi propio mundo desde afuera me sirvió mucho.
–Eras muy joven cuando comenzaste a viajar y te alejaste de tu casa…
–Sí, pero mis padres me alentaron, me lo permitieron. Estaban muy ocupados con mis hermanos mayores, que se habían involucrado en política, en drogas y habían abandonado sus estudios. Era el auge de los años sesenta y yo miraba todo como un voyeur. Sentía una especie de compasión porque ellos no tenían ni idea de lo que realmente pasaba. La película que acabo de filmar, Across the Universe, tiene que ver con la forma en que crecí. Todo lo que hice hasta ahora –Grendel, Frida o Titus– tiene que ver con lugares donde siento que he vivido. Tengo mi departamento en New York, pero también paso tiempo en México, en Indonesia y en Japón. Me siento cómoda en esas culturas porque me pongo en situaciones en las que me veo forzada a hacer algo, a crear, a responder, a ver de manera diferente. Por eso fue fascinante que me ofrecieran hacer un musical de los Beatles, una obra completamente original situada en los años sesenta, que tiene lugar en New York, Vietnam, Detroit, Washington y Liverpool. Sin ser propiamente sobre los Beatles, retrata esa época.
–Volviendo a los comienzos de tu carrera, ¿qué aprendiste en Japón e Indonesia que haya cambiado tu forma de ver las cosas?
–Japón es muy diferente de Indonesia, porque Japón es ya una cultura moderna, aun cuando sus tradiciones, que son increíbles, permanecen, y no son sólo preservadas sino vividas. Muchas experiencias en ese país me marcaron mucho.
–¿Por ejemplo?
–En Kyoto conocí a un tallador de máscaras, Noh, y me quedé muy impresionada con la manera en que acomodaba sus herramientas y maderas mientras trabajaba. En sus manos, el acto, el fino acto de tallar, era un acto de devoción. La fabricación de máscaras o de títeres en Indonesia, el tallado del los títeres en cuero, es una verdadera forma de arte. Una máscara de madera debe sostenerse con la cabeza hacia el norte y la parte baja hacia el sur. Ver cómo se guardan las máscaras en una caja, cómo se las trata; todo eso demuestra que no son meros objetos de mercancía, inanimados. Si la veta de la madera en el árbol va de norte a sur, la máscara se talla de esa manera. Son normas que provienen de la naturaleza. Esas máscaras son cosas que transportan el nivel de nuestra humanidad a otro lugar. Podemos ser monstruos o ángeles. Tenemos la capacidad de ser increíblemente creativos o extremadamente destructivos. Tenemos la posibilidad de hacer y crear. Lo que recibí de Japón fue un increíble sentido del respeto por el arte de crear, y no sólo por el producto creativo. En general, lo que nos importa es el producto. Para mí, en cambio, el proceso es un aspecto increíblemente importante del conjunto final.
–Cierta vez describiste una ceremonia en Bali, donde la religión y el arte convergían, y cómo esa experiencia te había transformado. ¿Podrías contarme sobre eso?
–Después de estar dos años en Indonesia viajando con la beca Watson, empecé mi propia compañía de teatro. En ese intervalo, mientras buscaba a los artistas, asistí a una ceremonia increíble al borde de un lago ubicado en un cráter. Era como un volcán viviente. En ese pequeño pueblo llamado Truyan se llevaba a cabo una ceremonia de iniciación donde todos los hombres jóvenes iban a iniciar su adultez; tenían cerca de 13 o 14 años. Estaba oscuro y, como me sentía cansada, me senté debajo un árbol típico del lugar con sus raíces colgando hacia la tierra bajo la luna llena. Por supuesto no había electricidad y eso me permitió mirar desde la oscuridad, sin que hubiera audiencia alrededor y sin que me pudieran ver. Treinta o cuarenta hombres mayores vestidos con sus indumentarias guerreras, con pequeños espejos y lanzas, llegaron y comenzaron a bailar una danza. Yo trataba de forzar mi vista, y miraba la luz reflejada en los espejos. De repente, comenzaron a emitir sonidos y se pusieron de pie. Los ancianos se mantuvieron erguidos para la eternidad; esto duró alrededor de media hora, mientras los sonidos salían de sus bocas. Yo miraba completamente maravillada, preguntándome: “¿Para quién bailan?”.
–¿Qué fue lo que más te impactó?
–En mi cultura, si no hay público y una audiencia paga, nadie hace esto. Si no hay nadie que lo vea, ¿por qué hacerlo? Estos hombres, sin embargo, continuaban con su performance, cantando y bailando para Dios. Bailaban para alguien diferente de ellos, para algo más grande que ellos. No sé si la razón por la que lo hacen es porque la naturaleza los recompensará o simplemente piensan: “Hago esto porque lo tengo que hacer y es parte de mí”. Justo cuando acabaron la danza, inclinándose otra vez, abandonaron el escenario y un hombre joven se acercó con una lámpara y encendió otras para iluminar el espacio. Colgaron una cortina y el espacio se llenó de personas que, durante las nueve horas siguientes, asistieron a un drama humano, una ópera. En este caso, la luz era necesaria porque ahora se estaba realizando el espectáculo para un grupo de seres humanos. Pero allí había algo que no necesitaba de la luz artificial, sino de una luz que venía del interior. Darme cuenta de esto fue crucial en mi vida. Siempre vuelvo a ese momento. Especialmente cuando tengo problemas. ¿Por qué estoy haciendo esto? No tengo que hacer esta ópera, puedo hacer películas y ganar plata en Broadway. Sin embargo, lo hago porque amo el arte.
–Con El Rey León te enfrentaste con la sombra de una película que había sido un gran éxito. Debe de haber sido un gran desafío crear algo igualmente conmovedor. ¿La idea de las máscaras, lo humano y lo animal reunido, se te ocurrió de repente o fue un proceso?
–Yo sabía que cualquier cosa que hiciera tenía que ser totalmente teatral, porque no podía competir con la película. Una película te permite ser más literal. Puedo ir a un parque de nieve si quiero tener nieve; no necesito hacer caer plumas de pollo de un plato para simularla. Cuando estaba pensando en El Rey León, me propuse hacer lo que mejor hace el teatro: ser abstracto y no intentar reproducir la realidad. Cuando uno escucha a Jeremy Irons en la película dentro del disfraz de este león, la primera impresión es “¡Este león animado es muy humano!”. ¿Cómo puedo conseguir esta humanidad? Lo humano de El Rey León es su fuerza, no sus animales. Entonces pensé: “Si cubro lo humano con la máscara, no obtendré esa parte de humanidad. Tengamos al humano, y luego tengamos la máscara como símbolo de lo animal”. Me propuse abstraer la esencia de los personajes en unas pocas pinceladas o unos pocos trazos.
–¿Qué diferencias encontrás entre el cine y el teatro?
–El teatro es superior al cine en poesía, en poesía abstracta. Esto no quiere decir que no haya películas que sean muy teatrales y abstractas. Pero en el teatro, lo que sucede es que el público salta con uno. Se transporta. Saben que el sol, por ejemplo, son sólo palitos de bambú con tela que cuelgan en forma de rayos. Cuando levantas ese sol, con esas cuerdas “invisibles”, pero visibles, el público se conmueve porque rellena los vacíos. Están allí como participantes. Están allí para completar el resto de la oración. No tratás con condescendencia a ese público. No decís: “Podríamos hacer un atardecer con una proyección”. Eso no es lo que quiero. Busco crear. Por ejemplo, si tuviera que crear uno de esos soles que están en el desierto con esas líneas que brillan, ¿cómo lo haría sólo con palitos y sedas? Ésa es la razón por la que hago teatro. Lo hago para resolver cómo crear eso y dejo que el público participe en la creación de la historia completa.
–La idea del teatro como ritual y el cruce entre la religión y el arte es recurrente en tu trabajo…
–Sí. Yo no soy religiosa, pero creo en el éxtasis que el arte o la religión pueden crear en los seres humanos. En ese éxtasis o sobrecogimiento que hace que las personas se sientan de una manera distinta de cómo se sienten todos los días. Se trata de que la gente diga “¡Eso cambió mi vida!”. En Australia, una señora me contó que tenía cáncer y que la película Frida había cambiado su vida, porque había entendido que tenía que aprovechar al máximo todos lo momentos, llenar su vida de color, en vez de caer en la oscuridad. Cuando la gente habla sobre las cosas malas que pasan en el mundo, uno se pregunta: “¿Cómo vivimos frente a tanta oscuridad? Justamente el teatro, a través de la religión, evoluciona para convertirse en el mediador entre la oscuridad y la existencia, para ayudarnos a atravesar la colina de una mala temporada, de la enfermedad. En esos momentos, el artista está allí, como antes el chamán, para realizar estos viajes espirituales. Hoy se trata de un juego psicológico, pero el mundo concreto no es necesariamente el más poderoso. El mundo de la mente tiene el poder de hacer muchas cosas. Me encanta hacer que la gente se ría y llore. Pero cuando pasan esos momentos y, después, la gente me escribe o me dice: “No sabés lo que esto significó en mi vida”, me siento bendecida. No soy de esos artistas que hacen sus trabajos sin importarles lo que el resto pueda pensar. Me encanta que, a partir de lo que hago, las personas se conmuevan y se inspiren. Entrar en sus cabezas y en sus corazones y, si es posible, en ambos. Por eso Shakespeare es tan genial, porque te sacude del corazón a la cabeza. Eso es lo que yo aspiro a hacer.
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