Sophia - Despliega el Alma

Inspiración

6 julio, 2021

Amar desde el interior

Vivir desde adentro hacia afuera (y no a la inversa), es la propuesta de esta reflexión acerca de la necesidad de encontrar una forma más profunda de vincularnos con nosotros mismos, para ahondar en la belleza de dar y darnos amor.


Foto: Pexels.

Por Carmen Herrero Martínez

El ser humano está llamado a amar desde el interior. Hay muchos sinónimos del amor; pero el verdadero brota allí donde corre y mana su manantial de vida.

La potencia del amor radica en el más profundo centro del ser, allí hemos de buscarlo y desde allí hemos de amar. Desde la mirada interior descubrimos lo mejor de la persona, su propia identidad y su belleza: el ser hijo e hija de Dios. Esta es la belleza suprema de toda criatura. Saber mirarla con esta mirada es ver en ella toda su grandeza y esplendor.

En la interioridad, en el más profundo centro, es donde se halla la belleza suprema del ser; porque es ahí, en lo más íntimo de nosotros mismos, donde radica la mano del Creador que nos ha creado a su imagen y semejanza. Y esta imagen siempre permanece bella, pura e intacta. Nada ni nadie puede ensombrecerla ni empañarla; el pecado, por muy fuerte que sea, no puede llegar al fondo profundo del ser. El mal no puede ensombrecer al Bien supremo que nos habita. Siendo conscientes y viviendo esta realidad de nuestra fe, amar se nos hará mucho más fácil, incluso nos ayudará a querernos a nosotros mismos de diferente manera. La luz interior es más potente que la sombra que hay en nosotros. La luz y la sombra son una realidad en todo ser humano, aquello que en lenguaje tradicional llamaríamos «el bien y el mal». Dirá San Pablo: “Hago el mal que no quiero y dejo de hacer el bien que deseo” (cf. Rm 7,19-25).

«En la interioridad, en el más profundo centro, es donde se halla la belleza suprema del ser; porque es ahí, en lo más íntimo de nosotros mismos, donde radica la mano del Creador que nos ha creado a su imagen y semejanza. Y esta imagen siempre permanece bella, pura e intacta».

Es la periferia del ser la que queda afectada, manchada, herida por ese dolor. De aquí que la verdadera conversión radique en volver a vivir más y más en el profundo centro del cual no puede manar más que belleza, amor y bondad, la luz y todos los valores y virtudes que son opuestos al mal, al pecado, a la sombra.

Para erradicar de nosotros el mal, las sombras, hemos de entrar dentro de nosotros mismos, dejar la periferia para vivir de dentro hacia afuera, no a la inversa. Si vivimos en la exterioridad de nosotros mismos fácilmente seremos “mordidos” por la serpiente y desfigurados de mil maneras.

La verdadera conversión consiste en purificar el corazón de la superficialidad y de la mundanidad que lo rodea y le ronda constantemente. David, después de haber reconocido su pecado, suplica al Señor: “Crea en mi un corazón puro” (Sal. 50). La sombra que cubría el corazón de David le llevo a dar rienda suelta a sus pasiones desordenadas. Cuando el profeta Natán le dice: “Ese hombre eres tú”, desaparece la sombra que empañaba su corazón y su inteligencia, y entonces, es cuando entra en su yo más profundo y se reconoce pecador: “He pecado”, es decir, he cometido el mal, he dado la espalda a Dios y he herido a mi prójimo, a mi hermano. Y, a partir de este momento, David recobra toda su dignidad, porque sale de su exterior para entrar en el más profundo centro de él mismo, vuelve a renacer. Entrar dentro del «yo profundo» es lo que me capacita para vivir en la verdad y excluir toda la sombra que oscurece mi vida y empaña mis actos, los que pueden tener una gran repercusión en mi entorno.

Somos llamados a habitar nuestra tierra profunda, es decir, nuestro propio corazón e interioridad, sin disiparnos con los valores mundanos que nos hacen vivir en la periferia de nuestro ser, al exterior de nuestra belleza interior. Afuera de nuestro jardín secreto donde germinan las ideas más preclaras y los sentimientos más profundos y leales, y donde realmente aprendo a saber quién soy en realidad y cómo amar en verdad.

Estamos llamados a vivir desde adentro hacia fuera, pero tristemente, en general, es todo lo contrario: vivimos de afuera hacia adentro; dejándonos influenciar por lo que viene del exterior sin capacidad de discernimiento ni elección entre lo positivo y lo negativo, entre la luz y la sombra, entre lo bueno y lo mejor.

Al hombre, a la mujer contemporánea le hace falta tomar conciencia de que vive sin vivir. Marcado por la exterioridad, la mundanidad, vanidad y agresividad, se priva de lo mejor de él mismo: de su interioridad, de habitar el jardín de Edén donde nacen y crecen todos los sabrosos frutos que pueden aportar el dulce sabor a la vida, la alegría de vivir para amar.

Gentileza: Eclesalia.net

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